De moda como nunca, la obra más popular de Shakesperare se multiplica en la cartelera de Buenos Aires y acaba de agregar su versión “grande” en la calle Corrientes. Es una producción conjunta del Complejo Teatral de Buenos Aires y Fénix Entertainment Group armada en torno a Mike Amigorena y con la firma prestigiosa de Juan Carlos Gené como responsable de dramaturgia y dirección integral.
Los resultados se traducen en un espectáculo de buen diseño visual que llena con fluidez el escenario del Alvear, no se ata a ninguna cronología –el vestuario de Salvioli-Carini fluctúa entre fines del siglo XIX un poco a lo Ibsen y figurines más remotos para las mujeres sin eludir los uniformes militares para el cierre con Fortinbrás- y se vale con eficacia de un cubo central que sirve para todo: desde mesas diversas hasta las tumbas del rey y de Ofelia. Bien iluminado y movido, este Hamlet sufre por falta de intensidad, hondura y compromiso visceral de sus intérpretes. Más dicha que auténticamente actuada, la tragedia rara vez sacude fibras íntimas en el elenco y por tanto tampoco en la platea. El monarca usurpador, Claudio, de peso muy grande del principio al fin –inolvidable el que edificó Héctor Bidonde a principios del año pasado- se manifiesta a través de un Edward Nutkiewicz dinámico pero exterior y con una sensible fragilidad elocutiva que este personaje hace más notoria. No le cuesta lucirse a Horacio Peña en un Polonio más bien caricaturesco que él convierte en una previsible creación personal. También Camilo Parodi se las arregla bien con Horacio (papel de apertura) y salvo un nerviosismo de debut más que comprensible, Luciano Linardi consigue cierto vigor en Laertes (papel de cierre). La reina de Luisa Kuliok en cambio permanece ajena casi por completo a todo lo que le sucede, que no es poco. Esmeralda Mitre (no es ni falsedad ni malicia suponer que estaba siendo especialmente observada por la mochila pesada de su apellido) es cómodamente la mejor porque vivió e hizo vivir con pasión encendida sus emociones y su demencia, ella puso electricidad en un escenario mustio. Mike Amigorena, sin duda una figura mediática y marketinera, dibujó un Hamlet a su gusto, con displicencias modernosas de “niño argentino” y paquete, travestido en señorita sin necesidad en la secuencia de los cómicos, desplazándose en patines, haciendo de a ratos casi un unipersonal que omite el vínculo con los demás. Todo a años luz de lo que semejante personaje requiere. Lo sufre la obra en su conjunto y lo sufre también en alguna medida Gené, que le otorgó tantas licencias al protagónico y que dejó sin encender los fuegos en que arden las criaturas de Shakespeare.
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