UN NUEVO PUENTE

Aunque Facebook es una red de gran dinámica, para concretar un contacto hay que formar parte de ella en forma activa y no todos desean hacerlo. Un blog en cambio permite asomarse a él de inmediato, consultarlo y salir, sin ser parte de una especie de gran familia predeterminada. Por eso lo sumo a mi necesidad de comunicación, muy en especial para los oyentes de Plumas, bikinis y tango en Fm 92.7 (www.la2x4.gov.ar) que sale los domingos de 11 a 14 y mis espectadores fieles del ciclo Al cine con la UNLa que programo y presento cada jueves a las 19 en la Universidad Nacional de Lanús, 29 de setiembre 3901, Remedios de Escalada. A ellos y los demás, bienvenidos y gracias por cruzar este nuevo puente.

martes, 12 de febrero de 2013

LA ÑATA CONTRA EL VIDRIO

Buenos Aires, amasada con gente de muchos países, tamizó costumbres y tradiciones para su crecimiento vertiginoso. Los inmigrantes reprodujeron aquí muchas de las condiciones de las geografías originarias para mantener viva la fragua de sus conductas. El café y su convocatoria fueron un aporte español, tal vez muy especialmente madrileño. Vivo y activo desde la colonia –cuando su infusión básica era el chocolate- se instaló a fines del siglo XIX como un sitio clave de reunión. Me tocó en este libro evocar los cafés porteños –algún restorán se colará, sin duda- que fueron refugio sobre todo de la gente de teatro, esos exhibicionistas incurables que al menos en el caso de los intérpretes suelen prolongar fuera del escenario sus voces colocadas y su gestualidad imperativa. Nada más idóneo que ese ámbito para no bajarse del personaje. Pero allí también los autores competían en erudición, anecdotario y sarcasmo. Como sobrino, discípulo y acompañante desde la primera infancia de Alejandro Berruti, hermano de mi padre y hombre de teatro, conocí esa liturgia del café en vivo y en directo, además de las muchas historias que él me contó. Conviene aclarar, antes de pasar al listado de los más frecuentados y famosos, que también para la farándula el café fue un templo esencialmente masculino. Aunque en sus mesas era posible ver quizás más mujeres que en otros locales (actrices de cabelleras fulgurantes rubias o pelirrojas con cargada y ruidosa biyuterí que fumaban como vampiros y golpeaban fuerte los dados sobre el mármol) eran minoría. Eso sí, las que iban no armaban grupos femeninos, se integraban de lleno a los de los hombres llevando a esas tertulias la convivencia tan poco formal de los camarines. Es probable que esta saludable mezcla haya contribuido bastante al clima poco pecaminoso, hasta más educado y cortés que los cafés teatrales tuvieron siempre en relación a sus pares del tango, el turf y desde luego, la delincuencia lisa y llana, que también se reunía en torno a esas ”mesas que nunca preguntan”. LOS INMORTALES Sin duda el más célebre. También el que partió primero. En 1917 ya no estaba. Pero mientras abrió sus puertas en Corrientes 922 reunió en su amplio salón a toda la intelectualidad argentina. Según varios de los escritores que bucearon en su historia, esta captación de gente de letras fue parte de la estrategia de su gerenciador, un tal León Desbernats, que vendía ropa en Gath & Chaves y sabía bastante de relaciones públicas. Como lo hicieron tantos en distintas épocas –uno de ellos, el famoso Pepe Fechoría en su restorán de la curva de Córdoba- sectorizar al parroquiano buscando un perfil, puede ser rendidor. Durante algo más de diez años, Los Inmortales (bautizado así por Florencio Sánchez, el gran dramaturgo uruguayo) tuvo la presencia de los más notorios. Alfredo Palacios, Evaristo Carriego, Roberto J. Payró, Horacio Quiroga, Enrique García Velloso, Eduardo Martínez Cuitiño –que le dedicó un libro a ese café- Enrique Muiño, Elías Alippi, toda la familia Podestá (fundadora del teatro argentino), Guillermo Battaglia el viejo, no el que consagró el cine, Francisco Ducasse (un galán de gran impacto sobre las mujeres que hacía de esas mesas un papel cazamoscas), Enrique de Rosas (futuro primer actor de la Comedia Nacional Argentina) y muchos más. Hasta la soubrette española La Bella Otero recibía en ese salón encendidas propuestas eróticas a veces colocadas dentro de un estuche donde enceguecían los diamantes. LA BRASILEÑA Maipú 238, entre Sarmiento y Cangallo –hoy Perón-. Aquí el polo imantado era la mesa del fogoso escritor anarquista Alberto Ghiraldo, una especie de mosquetero de afilados bigotes y melena leonina, que también estrenaba obras teatrales además de sus artículos inspirados por Bakunin, el faro de aquellos libertarios. Entre los clientes de este café militaban también los que no pensando como anarquistas simulaban serlo, porque otorgaba una aureola romántica. Y asimismo, cruzaban a la vereda de los impares quienes por el contrario, no querían hacer pública su condición. Una figura de gran renombre de La Brasileña fue Rubén Darío. Otra, el prestigioso intelectual Ricardo Rojas, quien acaso tomó de esa atmósfera el temple batallador puesto al servicio del partido radical. EL TELEGRAFO Café teatral por antonomasia. Heredó la clientela del Apolo, homónimo del teatro donde brillaron tantas figuras populares, desde los hermanos Ratti hasta las comedias en verso del autor Germán Ziclis. Como todo reducto ubicado junto a un teatro, el cerrado Apolo dejó mucha gente farandulera buscando donde anclar. El Telégrafo ocupaba la esquina sudeste de Corrientes y Uruguay. Muy pronto otras dos salas cercanas, Cómico y Smart, le dieron por su parte generosa concurrencia. La primera, capitaneada por Lola Membrives, la otra por Blanca Podestá (luego ambos teatros llevaron esos nombres). Los de este café eran habitués muy fieles y raramente iban a otro. Porque eran amigos de mi tío Alejandro más tarde conocí a varios ilustres de esa casa: el autor Alberto Rodríguez Acasusso (de rostro adusto y muy formal, aseguraba saber de todo: medicina, arquitectura, astronomía) era el dramaturgo preferido de Blanca Podestá. Alberto Novión (notable forjador de grotescos). Alberto Vacarezza (genial sainetero) con su voz estentórea me prometió un verso para lucirme en el colegio y cumplió. También hacía tertulias en El Telégrafo Florencio Parravicini, el bufo que llevaba sus transgresiones hasta límites a veces escandalosos: allí se despidió un poco ambiguamente una fría noche de 1941 y antes de la salida del sol se voló la cabeza de un tiro. REAL Más tirando a confitería que a café, era un salón paquete (mucho mármol, bronces y espejos, el pocillo costaba diez centavos más) y uno de los pocos que prolongó su funcionamiento hasta principios de los sesenta. Ocupaba la esquina sudeste de Corrientes y Talcahuano y siempre fue para todos “La” Real. Es cierto que convocó tangueros de gran cartel –de Julio De Caro a Aníbal Troilo- pero capturó al mismo tiempo unos cuantos teatreros: Antonio Botta y Marcos Bronemberg (revisteros del Maipo), todos los Serrador: Esteban, Juan, Teresa y Pepita, Milagros de la Vega y su marido Carlos Perelli (amaba los trajes de colores chillones y a cuadros; mirándolo, el adusto Orestes Caviglia desde su mesa sobre Talcahuano musitó: “qué bien le vendría un lutito…”), Enrique Serrano a veces con su compañera de rubro, Irma Córdoba, tomaba un copetín allí. EL TROPEZON Restorán. Uno de los más famosos de Buenos Aires, con gran concurrencia de gente importante, entre la cual se mezclaban los teatristas. Tuvo tres locaciones: Callao y Bartolomé Mitre, Callao y Cangallo y por último Callao 248 donde cerró sus puertas para siempre. Gran salón comedor y excelente cocina lo caracterizaban. No tanto de actores como de autores, allí comían Armando Discépolo, Julio Sánchez Gardel, Pedro E. Pico, Carlos Mauricio Pacheco, Antonio y Arturo De Bassi, Roberto Tálice, Carlos Schaeffer Gallo (según dicen, el galán de los autores) y en su última etapa, Abel Santa Cruz. Uno de los actores más fieles fue Luis Arata y disfrutaba sus pucheros Alberto Closas, cuya mesa compartí muchas noches. En El Tropezón el autor y empresario español Pablo Bueno –era un engranaje clave de la gran maquinaria comercial de Darío Víttori- hizo gala de gran ingenio. Como debía someterse a un régimen bastante severo quiso explicárselo a un mozo nuevo y de pocas pulgas: “Bueno, sí, ya entendí, qué más quiere??” le contestó el camarero con cara de vinagre. Pablo Bueno le preguntó: -¿Cómo te llamas? – -Alegre… -¡ Tú tienes de Alegre lo que yo de Bueno! El Tropezón fue también escenario de la angustia del actor español Pedro López Lagar cuando –víctima ya de un cáncer de laringe- intentaba sin éxito relatar los contenidos de una obra que deseaba (y no podía) estrenar. Otra voz, la de Edmundo Rivero –“..pucherito de gallina con viejo vino carlón…”- no lo dejó caer en el olvido. VESUBIO Heladería, pero de lujo. Corrientes entre Libertad y Cerrito, muy próxima al cine teatro Broadway. Todavía existe, aunque convertida en un típico híbrido de comidas rápidas, si bien conserva algunas de sus copas heladas. Nació al despuntar los 30 y con la arrogancia de esa época: ambientación italiana de factura costosa, espejos biselados, sillas tonet y un vitraux que reproducía el célebre volcán napolitano. La hicieron famosa sus sundaes, copas melba y bananas split, pero también Carlos Gardel, que iba casi todas las tardes. En el 33 una inspección municipal la cerró por atribuirle la intoxicación de una clienta, que no se pudo probar. El mismo día de la reapertura, Gardel era el primer parroquiano del Vesubio. Su helado más raro se denominaba Friar Inca (nunca se supo por qué) y consistía en tres bochas de chocolate, crema rusa y crema americana, todo bañado con jarabe de chocolate y dulce de leche. Lo disfrutó la actriz Leonor Rinaldi. ROYAL KELLER Corrientes casi Esmeralda, fue un local de los “cogotudos”, o sea los conservadores. Espacioso y muy bien puesto, este café y restorán atrajo un público diferente porque además de las reuniones políticas albergó una peña literaria y teatral. Aunque no estaba teñida de ideología, las figuras que participaban era bien grupo Florida: Oliverio Girondo (pocos saben que además de poeta era muy rico), Jorge Luis Borges, Macedonio Fernández y Ricardo Güiraldes. Un dato curioso que tomé –como varios más- de la investigadora y pintora Ana María Moncalvo, quien también recuerda que en su drama Los muertos Florencio Sánchez incorpora una escena que rememora ese sótano. LA COSECHERA Avenida de Mayo 625. Tuvo dos locales más sobre la misma avenida, uno al 800 y el otro al 1200. No iban en general demasiados actores, pero sí autores y críticos (no a la misma hora). Por sus características –café de calidad y buenos productos lácteos- era el sitio ideal para el “completo”, café con leche, pan y manteca, que tantos almuerzos y cenas reemplazó en el estómago de artistas, escritores y periodistas. Edmundo Guibourg, Agustín Remón –un español de pésimo carácter-, Andrés Romeo, Julio Viale Paz, Carlos Gallo, Martín Lemos eran algunos de los que comentaban los estrenos teatrales para diarios capitalinos. El ejercicio del humor filoso y zumbón, cuando no abiertamente malévolo, era gimnasia cotidiana en La Cosechera. De allí surgieron muchos dardos lanzados desde las columnas de chismes teatrales. También una rara ocurrencia de Remón: “Quiero viajar al país vasco antes de morirme, pero los pasajes en la línea de vapores Mala Real Británica son muy caros…” “¿Por qué no te vas en un barco italiano que tienen una segunda clase barata?” “Es que la Mala Real es la compañía en que se naufraga mejor…” LA TERRAZA Luego Premier, como todavía se llama, ahora convertida en pizzería y cafetería pero siempre en la esquina de Corrientes y Paraná. Fue una casa de comidas de muchísima presencia teatral en las décadas del 20 y el 30. En verano podía ocuparse el piso superior al aire libre, de allí su nombre. Iban casi todos pero había mesas bravas y temibles. Una era la de Pablo Suero, un brillante periodista de teatro que tenía el alcohol malo y cuando se emborrachaba vivía el clásico proceso Doctor Jeckill y Mr. Hyde. Lo malo es que entonces quería pelear con cualquiera y como era muy rechoncho y de brazos cortitos, asumía unas palizas memorables. En general lo eludían en esos casos y el dueño de La Terraza, Raffeto, le había prohibido la entrada. Se comían platos comunes, aunque de calidad y bien preparados. Un habitué fue el actor Osvaldo Miranda. Cuenta que una noche de espantoso frío llegó –congelado- el cantante de tangos Carlitos Roldán vistiendo un traje pambeach, el típico atuendo de verano, pero llevaba guantes. Con malicia, alguien le preguntó: “Carlitos, ¿hace frío?” “¿Si hace frío? ¡Pobre el que esta noche no tenga guantes!” EL ATENEO Enfrente y en diagonal al Seminario, un reducto teatral que compartía sus clientes con los demás de esa temática, estaba El Ateneo, Carlos Pellegrini y Perón. Fue uno de los pocos que había copado la gente de cine, en general más dispersa en lo que hace al típico café de Corrientes y más bien aglutinada en la zona de Lavalle y Ayacucho donde siempre estuvieron las distribuidoras cinematográficas. Pero El Ateneo constituía una excepción y allí nació nada menos que Artistas Argentinos Asociados, la empresa independiente del cine argentino que tiene mitología propia. En torno a esas mesas se juntaban Enrique Muiño, Elías Alippi, Francisco Petrone, Angel Magaña, Lucas Demare y Enrique Faustín, sus creadores. Allí conocieron al empresario Miguel Machinandiarena, dueño de los estudios San Miguel, que sería vital para sus comienzos. Los “bohemios” de El Ateneo lograron rodar La guerra gaucha, Todo un hombre, Su mejor alumno, El muerto falta a la cita, Pampa bárbara y Donde mueren las palabras, entre otras. Con menos fortuna, otros actores y directores planearon en el mismo salón hazañas similares, impulsados tal vez por el pensamiento mágico de que AAA fue un sello generado por el duende de El Ateneo y no por la inspiración, la fatiga y el riesgo económico de quienes lo forjaron. Y se comprende. ¿Para qué nacieron los cafés si no es para edificar castillos en el aire? Se erigieron de a miles en los sitios que este capítulo intentó resucitar.-

viernes, 8 de febrero de 2013

NOCHES ROMANAS

Son dos personajes muy tentadores para el teatro y el autor italiano Franco D’Alessandro sucumbió a esa tentación. El extraordinario dramaturgo norteamericano Tennessee Williams y la volcánica actriz Ana Magnani fueron muy amigos, ella hizo para el cine sus obras La rosa tatuada y El hombre de la piel de víbora (título modificado en esta versión por el rechazo tan conocido de ese reptil en el mundo escénico, no existen, pero que las hay las hay…) y quedó fuera de otros proyectos. Al margen de esas contingencias, Williams visitaba a la Magnani en su domicilio romano con mucha frecuencia a lo largo de más de veinte años. Famosos y ricos, no eran felices. Enfermedades ajenas y turbulencias propias creaban un magma interno en erupción frecuente, pero uno era el cable a tierra del otro y D’Alessandro permite adivinar que cuando no estaban juntos –casi siempre- el cordón de plata que los unía funcionaba como un puente de supervivencia. La obra es un exponente típico de teatro de cámara, atriles incluidos. Es un buen texto –traducido y adaptado por el director Oscar Barney Finn- donde hay más campo para las emociones que para la reflexión pero siempre a través del diálogo, con escasas explosiones que permitan un ejercicio de teatro físico, de contacto corporal y sensorial. A la pieza le falta cierta hondura y le sobran muletas de sostén como las constantes visitas a la mesa bar. Pero los personajes están dibujados sin traiciones y con acierto. Es difícil aunque no lo parezca manejar estos duetos actorales sobre todo cuando los fantasmas a corporizar son tan potentes. Son desafíos de clima y sobre todo de vínculos. Barney Finn es un viejo lobo de mar en estas aguas porque hasta su cine las navegó y sabe donde tensar, donde aflojar y cuando un silencio se vuelve indispensable. Ejercita una vez más su oficio, sensibilidad y buen gusto en esta ocasión pero con resultados desparejos. La música de Diego Vila no ayuda mucho para condensar la atmósfera ideal, la duración sin ser abrumadora permitiría un poco de tijera y lo más delicado, el vínculo, no llega a la platea con esa vibración interna que hace de una situación convencional un relámpago a veces sorprendente. El espectáculo va de menor a mayor con un comienzo frío, distante y un poco forzado para ganar calidez a medida que las desventuras personales de Williams y Magnani buscan y encuentran su lugar en las actuaciones. Osmar Núñez es un actor excelente, muy sutil en la regresión implacable del genial creador de El zoo de cristal que lo lleva del éxito mundial a un ocaso inevitable: hasta su figura parece volverse más quieta y enjuta. De a ratos impresiona como el intérprete de un monodrama, porque es un poco dificultoso el tendido hacia el otro personaje. Virginia Innocenti aprovecha la intensidad y los desbordes de esa mujer que es una hoguera de deseos, alcanza un punto culminante cuando se entera de la muerte del amante de Williams y busca quizás un poco más a su compañero, pero el modelo –tal vez porque el cine la dejó indeleble en la memoria de todos- se la devora. Las objeciones de hilado fino no le quitan valor ni jerarquía teatral a esta resurrección de dos gigantes del espectáculo, un regreso que impresiona y duele cuando uno piensa cuánto hemos perdido y retrocedido. Releer a Tennessee y ver de nuevo las películas de Ana podrían ser una buena terapia.