Este texto es una de las naves
insignias no sólo del repertorio de Arthur Miller sino también de todo el
teatro norteamericano. Maestro indiscutido del drama social que apuntaló
también, entre otras, con La muerte de
un viajante y Panorama desde el
puente, Miller reflota un juicio célebre contra supuestas brujerías que
tuvo lugar en el pueblo de Salem en Massachusetts en 1692 para usarlo como
alegoría contra el macarthismo que sacudía la vida de su país a mediados de los
50. Con una arquitectura escénica cuya carpintería es perfecta –en esta
construcción A.M. casi no tiene rivales- la acción se mantiene tensa a lo largo
de un proceso viciado no ya de nulidad por ceguera intencional del gran
inquisidor y su séquito acerca de culpables e inocentes, sino también
atravesado por un halo de simulaciones por parte de las supuestas brujas que
apuntan a venganzas personales y en su entorno cómplice, a la codicia de un
terrateniente. O sea la condición humana en su perfil más sombrío, pero
también, con la integridad hasta la inmolación de John Proctor, en su
proyección más sublime.
Obra necesariamente extensa para las síntesis actuales y con climas que
deben sostener los intérpretes, Marcelo Cosentino puso de pie una puesta muy
digna y vigorosa que resuelve bien el espacio más bien mezquino del escenario
del Broadway 2 con paneles móviles de fondo (Alberto Negrín) y un sabio manejo
de las luces (Roberto Traferri). La traducción de Maslorens y Del Pino acata el
original y le pone fuerza a las escenas claves, pero es en la vibración y
entrega del elenco donde esta resurrección captura el interés y facilita la
emoción del espectador. Gran trabajo el de Juan Gil Navarro en Proctor, la
columna vertebral de Las brujas…,
personaje que hace fluctuar entre la rebeldía encendida de indignación y el
resignado rescate de la dignidad personal: con el verdugo esperándolo, allí
donde Galileo claudicó él circunscribe su instinto de supervivencia a la
confesión pero jamás a la firma en el papel que habrá de hacerla pública. “Mi
nombre en la puerta de la iglesia, no”, frase ya mítica del teatro mundial,
cierra estupendamente la pieza. El otro desempeño notable está en manos del
gran profesional Roberto Carnaghi en su victimario, una presencia que llena de
electricidad el espectáculo. Un poco siempre parecido a sí mismo pero
igualmente siempre carismático, Carlos Belloso valoriza un papel de ambigüedad
compleja. Se lucen también Rita Cortese, Lali Espósito y Julia Calvo, con actuaciones
inteligentes de Justina Bustos y Sofía González Gil, sin omitir los buenos
momentos de Graciela Tenembaum y la viscosa malignidad de Roberto Catarineu.
Reponer Las brujas de Salem -todavía se recuerda la remota versión de
Alfredo Alcón hace casi 40 años donde surgieron nada menos que Alicia Bruzzo y
Leonor Manso- implicaba un desafío que deja saldo ganador. Y demuestra, con los
otros Miller y el Tennessee Williams en cartel, que faltan autores de gran
contextura dramática y asimismo que estos pilares no han sufrido corrosión.
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