LA LUNA EN EL CAMARÍN
El título insinúa cierta poesía trasnochada que convoca imágenes
imposibles. Que se sepa, los camarines
no tienen ventanas ni claraboyas abiertas al cielo. Más bien, oscuros agujeros
de ventilación por donde se cuelan olores de fritanga y a veces, alguna rata
perdida y condenada a dieta de teatro: la estopa de sillones desvencijados, el papel de libretos muertos. Sin embargo, una noche de invierno de 1969 la
luna bajó, luminosa y violada, a un camarín del Maipo. Porque el domingo 20 de
julio de ese año, creo que entre función y función de las dos revistas en
cartel -BUENOS AIRES 2001 y ESCANDALO EN
EL MAIPO, que abría con un número
musical titulado “Vamos a la luna”-
Jorge Porcel invitó a ver la caminata
de los astronautas en su reducto. Todos aceptamos de inmediato -me
incluyo, porque yo era para entonces casi un integrante de la compañía- y minutos antes del prodigio una pequeña
multitud fue acomodándose como podía en el bulo del gordo, el tercero de la
izquerda contando desde la escalera de ingreso que nacía en una disimulada puerta espejo sobre el hall. El anfitrión, claro, ocupaba casi el
cincuenta por ciento del espacio, desparramado en su valeroso butacón verde
botella. A su alrededor se apretaban
varios compañeros de trabajo : la primera vedette Hilda Mayo, Jorge Luz,
Vicente Rubino, las figuritas Gladys Lorens y
Lizzi Lot, la española Maricarmen que trabajaba con muñecos pero sin los
muñecos, que no hubieran cabido. De Los Cinco Latinos apenas pudo asomarse a ver
la luna Ricardo Romero y de Los Diablos de la Danza, ninguno, porque también
había algunas diablesas del coro.
A medida que llegaba el momento de la
emisión vía satélite, la concurrencia aumentaba. Cuando por fin la luna seca y
polvorienta salió a escena, el camarín era lo más parecido al célebre camarote
de los hermanos Marx, con la gente apilada conteniendo la respiración y la
mirada fija en el Hitachi blanco y negro. El aparato, con la ayuda de más manos
de las necesarias, movía sus antenas como un enorme insecto cibernético
buscando la mejor imagen.
De pronto, la pesada y silenciosa marcha de Armstrong nos hizo un nudo
en la garganta. Dentro de su ropaje blanco y sofisticado, oculto su rostro por
un casco hermético, recortando su silueta sobre un cielo negrísimo, parecía un
buzo a quien el mar se le hubiera secado de golpe. Pronto se le unió Aldrin. Y
enseguida, la charla radial con el presidente Nixon culminaba un logro científico-técnico increíble,
que seguían en vivo 500 millones de personas.
En el camarín de Porcel, el silencio
estupefacto duró poco. “!Qué contentos deben estar los rusos!” estalló el gordo
en una especie de ratificación porteña y alcahueta de la guerra fría. Su
exclamación fue festejada con carcajadas sonoras y de prolija obsecuencia,
otorgando el permiso tácito para otros comentarios de un ingenio al menos cuestionable.
Aludiendo a las huellas del calzado de Armstrong, una corista que apretaba su
muy buena cola en la infaltable medibacha de red, dijo con voz chillona:
“?Serán las del andare fácile?” y celebró su salida con una risita nerviosa.
“Se vienen tiempos groso, groso...” profetizó
con gravedad Tito, el hermano y
ayudante de Porcel.
La realidad imperiosa se ratificó
con la irrupción de Mario, el bufetero. “!Ma qué luna, ni luna, una
redonda de jamón y morrones!” Y le
tendió a Porcel una pizza grande, humeante y aceitosa. La llegada de la cena
del capocómico marcó el desbande de los
teleespectadores. El gordo se acomodó las vértebras con un crujido de cuello que era frecuente en él,
dobló la pizza en dos convirtiéndola en un descomunal tostado mixto y comenzó a
deglutirla con una Quilmes Cristal bien heladita.
En la pantalla del televisor -y en la retina de Porcel, donde ahora se
ponía en foco una aceituna verde- Armstrong y Aldrin habían desaparecido.-