UN NUEVO PUENTE
Aunque Facebook es una red de gran dinámica, para concretar un contacto hay que formar parte de ella en forma activa y no todos desean hacerlo. Un blog en cambio permite asomarse a él de inmediato, consultarlo y salir, sin ser parte de una especie de gran familia predeterminada. Por eso lo sumo a mi necesidad de comunicación, muy en especial para los oyentes de Plumas, bikinis y tango en Fm 92.7 (www.la2x4.gov.ar) que sale los domingos de 11 a 14 y mis espectadores fieles del ciclo Al cine con la UNLa que programo y presento cada jueves a las 19 en la Universidad Nacional de Lanús, 29 de setiembre 3901, Remedios de Escalada. A ellos y los demás, bienvenidos y gracias por cruzar este nuevo puente.
domingo, 23 de octubre de 2011
MATEO, LA VIDA DETRAS DE UN VIDRIO SUCIO
Armando Discépolo es un fenómeno llamativo en la historia del teatro argentino. Mal tratado en general por la crítica y la gente de teatro de su tiempo, canonizado después, dejó de escribir a principios de los 30 cuando no había cumplido 50. Las hipótesis son muchas, incluyendo –libro incluído- la que fusiona esa mudez con el abismo que comenzó a separarlo de su hermano Enrique, es decir, con el cese de su verdadero motor creativo. Lo concreto es que su teatro perdurable es el del grotesco, género de origen itálico que tuvo aquí un implante muy fuerte. Y uno de sus títulos fundamentales es Mateo, la odisea cotidiana del cochero Miguel y su caballo, tan viejo y destartalado como el coche mismo, arrasados por una ciudad que crece y se motoriza. La obra es perfecta y angustiosa, mucho más hoy que ayer cuando su parentesco con el sainete era un hecho escénico cierto y le concedía cierto margen a lo cómico. Las tinieblas donde se hunden los personajes ocultan ahora por completo el gatillo de la risa. Es un teatro difícil porque tiene leyes propias que rigen su astronomía y esos códigos son remotos, el grotesco no figura desde hace muchísimo en la genética del actor nacional. Sin embargo, está resucitando desde la escena alternativa y uno de los más entusiastas es Guillermo Cacace, quien ya ofreció en su reducto Stéfano y un arreglo en base a Babilonia. Ahora le otorgan el escenario grande del Cervantes y él lo ha sabido aprovechar con jerarquía. Su Mateo es trabajo minucioso que consigue algo esencial: la densidad de una atmósfera sombría, infiltrada de tristeza y desencanto. Lo hizo con sus propias imágenes internas pero también con una buena combinación de escenografía (Félix Padrón), iluminación (David Seldes), música (Patricia Casares) y vestuario (Magda Banach). Se consiguió una especie de nido de ratas asfixiante, hecho de latas, tachos y jirones de cortinas. Asegurado así lo visual con una ropa pobretona que no presentaba desafíos salvo el atuendo funebrero de Severino, muy logrado, Cacace-Casares diagramaron con detalle el clima sonoro con una partitura que subraya secuencias clave. El resto nace del impresionante texto discepoliano y de lo más delicado, el desempeño actoral. Aquí hay que volver a ponderar la fibra tan potente que sostiene siempre todo lo que hace Roberto Carnaghi, ahora encarnando al protagonista Miguel. Está en el momento de su vida para este papel y sabe honrarlo con un vigor y una entrega notables, pero en el balance general resulta lesionado por la crispación permanente y el grito estentóreo, fallas de marcación porque al personaje le van mejor una furia sorda y un rugido abortado. Esto no estropea el trabajo de Carnaghi pero le pone un énfasis casi operístico que no es propio del género. En cambio el dibujo de Severino que consigue Mario Alarcón es excelente, lleno de sarcasmo y miseria moral, una pequeña joya de puesta e interpretación. No sorprende la solvencia de Rita Cortese en la mujer de Miguel, aunque es necesario aflojarle el cocoliche, porque con frecuencia no se le entienden bien sus parlamentos. Intensa y en tipo Paloma Contreras como Lucía, la hija que desde luego fugará hacia la prostitución. En los hijos está bien por su desparpajo Agustín Rittano, otro fugitivo nada menos que hacia el oficio más humillante para su padre, chofer. En cambio el aspirante a boxeador de David Masajnik tiende a desbarrancarse en desbordes individuales y solo de a ratos se suma al retrato colectivo. Un logro de gran impacto de Cacace es la aparición desde la puerta trampa del piso de Max Berliner como el caballo Mateo: sostenido en la varas del carruaje, este tan admirable veterano de la actuación cabecea como un equino, claudica al querer salvar con velocidad a su amo y trasmite una congoja muy especial porque en esa breve presencia preanuncia la debacle. Vale la pena sumergirse en las penumbras de Mateo, una pieza más arqueológica que vigente, aunque como todo retrato de la miseria siempre sirve y servirá como espejo acusador.
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